Hace justo 150 años que se descubrieron los primeros
fósiles de humanos que acabarían siendo reconocidos
como no pertenecientes a nuestra especie. En efecto, en agosto de
1856 unos canteranos procedieron a la voladura de rocas calizas en
la cueva Feldhofer, muy cerca de Dusseldorf (Alemania), cuando
observaron que entre los restos estaba la parte superior de un
cráneo (la calota o calvaria), así como restos de
otras partes del esqueleto postcraneal. Los recogieron y se los
enseñaron a uno de los propietarios de la cantera, Wilhelm
Beckershoff; quien, pensando que podría tratarse de huesos
fosilizados de algún oso prehistórico se los
regaló a un profesor local de ciencias naturales: Johann
Karl Fuhlrott. Éste enseguida se dio cuenta de que eran
humanos. Fuhlrott decidió enseñar estos restos a un
reputado especialista: Hermann Schaaffhausen (profesor de
anatomía de la Universidad de Bonn). Schaaffhausen
afirmó que debían pertenecer a una de las razas
humanas más antiguas. Quizás pudo ser un
bárbaro que vivió en el norte de Alemania unos
cuantos miles de años atrás, antes de la llegada de
las tribus celtas y germanas.
Sin embargo, hoy sabemos que, de hecho, en 1829 se habían
descubierto varios restos humanos en la localidad belga de Engis.
Entre ellos había uno, Engis 2, que pertenecía a un
humano del mismo tipo del hallado en la cueva Feldhofer. En 1848,
en la cantera de Forbes, en Gibraltar, se encontraron más
fósiles con esta morfología tan peculiar; se trataba
de un cráneo de mujer.
La idea de que la humanidad había sido creada
hacía poco más de 6000 años estaba fuertemente
arraigada en la mentalidad de la época, incluida la
comunidad científica. En 1858, dos años
después del descubrimiento de los restos humanos de
Feldhofer, se calculó que debía
tener una antiguedad de unos 30.000 años. Por lo que cabía suponer que
la humanidad era más antigua de lo que se había
previsto.
Sin embargo, el gran cambio conceptual se produjo al año
siguiente, cuando Charles Darwin publicó su célebre
obra: El Origen de las Especies a través de la Selección Natural. Uno de los grandes
méritos de su libro consistió en abrir el camino que
popularizaría y enraizaría (tanto en la comunidad
científica como en la sociedad) la idea de que las especies
actualmente vivientes existían gracias a que habían
evolucionado a partir de especies anteriores extintas; y a
éstas, a su vez, les habría sucedido el mismo
esquema. Así hasta llegar a un primer ser viviente que
sería el antepasado biológico común de todos
los vivientes posteriores incluidos nosotros.
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